Recuerdan en el colegio cuando les
preguntaban ¿quién descubrió América? Y todos respondían al unísono (como los
autómatas que siempre quisieron ser): “Cristóbal Colon”. Pues bien,
hoy estoy aquí para aclarar los misterios de ese primer encuentro por ninguna
razón en especial más allá de que me gusta como comienza la historia.
Estaba yo disfrutando de una orgía en el
vaticano, no recuerdo si el papa era Alejandro VI o Inocencio VIII (nunca me
han interesado esos detalles), lo que si recuerdo vívidamente es a Sasha, una
espectacular eslava de pechos prominentes. En fin, Sasha y yo estábamos en lo nuestro
cuando sin querer me enteré de cierta expedición por mar en busca del fin del
mundo para cazar dragones de un tal Cristóbal Colón y ya que no había estado en
América desde aquella fiesta vikinga del siglo X decidí embarcar.
Del viaje no hay mucho que contar
realmente, lo pasé casi todo en compañía de sirenas y hablando con Poseidón
acerca de los crédulos
cristianos.
Al llegar a América notamos en la
distancia a los inmóviles indiecitos esperando la llegada del hombre blanco y
su civilización para comenzar a ser parte de la historia. Por otro lado los
españoles tampoco parecían saber qué hacer, estaban indecisos entre robar y matar
o robar, violar y matar. Finalmente
decidieron lo último, por supuesto, pero los indiecitos no tienen de que
quejarse porque al final de todo este conflicto los reyes españoles decidieron premiarlos
con un alma.
Tener algo llamado alma y no saber qué
es, dónde está o para qué sirve es ¡ALTAMENTE! hijueputa.
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