Amo la fiesta brava. Amo el toreo. Amo las corridas de los toros. Amo a los toros, pero no en sentido zoofílico, más bien en el sentido carnívoro de la palabra. Tengo un fetiche que empieza en la palabra misma: toreo, considerada arte por el diccionario de la real academia de la lengua; fetiche que se satisface con la carne asada, que me produce inmediata salivación, antojos cual mujer preñada, sudoración y diarrea del viajero.
Contrario a la mayoría de los asistentes del arte taurino, yo no voy para animar al masculino lidiador de eróticas trusas y coloridas banderillas. Yo, abiertamente animo al animal, el cual exista o no la tauromaquia está más condenado a la muerte que la carrera fílmica de Dwayne “the rock” Johnson. Afirmo que su alma está destinada al limbo -ese que se inventó San Agustín de Ipona, aunque Benedicta XVI diga que no existe- porque yo como carne haya sufrido o muerto de soledad. Razón por la cual quiero que sea el toro y no el torero quien salga victorioso de la cruenta batalla, ya que entre más sufrimiento y sangre mejor satisfecho queda mi fetiche.
Cuestionar la masculinidad de los guapos toreros es ¡ALTAMENTE¡ hijueputa.
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